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(Des)control de calidad

Mis abuelos tenían una consola para reproducir sus discos de acetato. Un mueble con unas bocinas integradas y una tornamesa empotrada, destinado a tener carpetitas encima pero también deleitar a la familia con grabaciones analógicas de hace ya mucho tiempo. Posiblemente la calidad de las bocinas no fuese la mejor, y también es probable que la captura del audio en los estudios no fuese de gran calidad en cuanto a la música latinoamericana se refiere, pero existía un estándar bastante marcado sobre cómo se escuchaba la música. No tan malo, pero tampoco tan bueno.



Los casetes y, posteriormente, los discos compactos, llegaron en un momento interesante de la música. En el revuelo de una revolución digital, los audios comenzaron a producirse y grabarse por medios diferentes, significando, en gran medida, un incremento en la calidad de los aparatos tanto para grabarla, como para reproducirla. A pesar de no estar en un formato analógico, la música tenía mucho más trabajo detrás, y eso podía notarse con unos altavoces decentes. Todos tuvimos contacto en algún momento con esos estéreos gigantes que produjo Sony entre las décadas de los ochenta y los noventa, con capacidades que, incluso hoy en día, algunos amplificadores de altísima calidad apenas pueden equiparar. Fue una gran época, a decir verdad.



Y después, esa revolución digital llegó a un punto muy álgido, que como ya se ha dicho en otras ocasiones, llegó a su pináculo con la aparición del MP3. Sí, este nuevo formato ofrecía la posibilidad de almacenar cantidades insultantes de música en aparatos cada vez más pequeños y, en cierto sentido, democratizar el acceso a una industria que se convirtió en un monstruo voraz que solamente quería más dinero. Esa parte es ampliamente conocida: los programas como Napster o LimeWire fueron demandados por todos lados, los iPods se volvieron más comunes que las paleterías La Michoacana y la gente empezó a poner un granito de arena para la construcción del imperio de DJ Shark al comprar los discos con 200 canciones por $10 pesos. Desde mi perspectiva, apreciable lector, caímos en una época de oscurantismo musical, una especie de edad medieval en cuanto a la masificación de la música se refiere.



Y esto no fue porque el desarrollo de nuevas técnicas para mejorar la calidad de la música se detuviera o porque los artistas pusieran menos empeño en lograr obras de buena calidad y profundidad a nivel sonoro, sino porque nos embebimos con tanta intensidad en poder escuchar tanta música y con tal facilidad que dejamos de pensar en su calidad. En mi caso: en algún momento llegué tener una (1) canción en mi Nokia con infrarrojo (de Zoé, por favor no me juzguen) con una tasa de bits de 96 kilobytes por segundo (kbps*), simplemente porque era lo único que le cabía. Después, me acostumbré a escuchar audios con una calidad de 128 o 192 kbps porque era lo que podía encontrarse con facilidad en Ares, o era la calidad que los programas para convertir discos compactos a MP3 podían ofrecer.



Me atrevo a decir que no soy el único que vivió esta etapa de esta manera. Bajábamos canciones desde YouTube con una calidad terrible, teníamos archivos de audio con diálogos de estaciones de radio o el jingle de las mismas, o simplemente archivos de una calidad mediocre porque esto es a lo que teníamos acceso. Antes de que se me juzgue por la piratería: conseguir música legalmente no era barato. Un CD nuevo era una opción interesante, pero sin la posibilidad de escucharlo en traslados con la casi desaparición de los reproductores de CD portátiles. Comprar una canción en iTunes implicaba un desayuno completo, y bajar una tonelada de canciones desde un programa de intercambios peer to peer en el café internet solo te iba a costar los $10 pesos de la renta por una hora. Como mexicano de clase media baja, lo veo como una posibilidad ineludible en tiempos de necesidad auditiva.



En mi caso, esta etapa terminó cuando conocí a John Paul, mi profesor de inglés. Como músico consumado y conocedor de géneros de alta complejidad, me orientó en las maneras de la compresión del audio. Cuando le conseguí el disco de Emerson, Lake & Powell en una calidad pobrísima, me comentó que debería buscar archivos FLAC, para más disfrute. En mi ignorancia, le dije que eso no importaba porque se escuchaba todo igual. Básicamente hice un Andrea Legarreta, ufanándome de no saber un carajo. Qué equivocado estaba. Comencé a descargar archivos de mayor calidad, de fuentes mejor logradas y con un estándar mucho más alto. Los MP3 de 320 kbps han sido lo menos que escucho desde ese momento. Pero los caminos de la audiofilia son misteriosos y pueden llegar a ser un pozo sin fondo.



Con la música de mayor calidad, se necesitan aparatos acordes. Empecé comprando audífonos de gama media, descubriendo por primera vez detalles en mis canciones favoritas que nunca en la vida pensé que existieran. Seguí con unos Sennheiser para monitorear grabación. Continué con unos Sennheiser para música urbana. Y hasta ahí me detuve porque se me acabó el dinero. ¿La lección? Los caminos de la audiofilia son misteriosos, y también en extremo caros.



Poco a poco me di cuenta de lo costoso que es mantener el gusto de la música de alta calidad. Los audífonos con credenciales pueden llegar a los $15,000 pesos, una buena tornamesa puede costar $10,000, más unos altavoces de buena hechura que pueden alcanzar los $20,000 pesos. Después, ponerse a comprar acetatos que alcanzan en algunos momentos los $1,500 pesos se convierte en un vicio peor que el de la piedra. En serio. En cierto punto te das cuenta de que el procesamiento del audio de tu teléfono no soporta un formato sin pérdidas, y que la única manera barata de escuchar música en alta calidad en descargar archivos de internet y reproducirlos en una laptop con una tarjeta de audio relativamente decente. ¿El regreso a unos audífonos baratos después de probar las mieles del sonido cercano a la perfección? A mí me parece bastante dudoso. Pruébelo, respetable lector… pero bajo su propio riesgo.



Anteriormente mencioné que la década de los dos mil me pareció el oscurantismo en la música, y considero que esa época terminó hace unos pocos años. La calidad en el audio es algo cada vez más importante para el consumidor. Hacia 2015 surgió Tidal, una plataforma de streaming que solamente provee de música en formato lossless o calidad máster. Mucha gente se ha volcado hacia audífonos de marcas reconocidas por tener certificación hi-fi o simplemente una gran reputación. Otros más se dejan llevar por la mercadotecnia y compran aparatos de Bosé o Beats, marcas bastante mediocres, pero a media tabla en lo que a calidad se refiere. Al menos no usan los audífonos que les regalan en los autobuses foráneos, y eso ya es ganancia.



Paulatinamente se ha visto un interés mayor en la adquisición de CD y acetatos, un resurgimiento total de la música analógica, y un predominio en el mercado musical de esta última. Las plataformas de streaming se están sumando poco a poco a distribución de formatos sin pérdidas, porque el nicho del melómano es cada vez más amplio. Spotify anunció que se subirá a esta ola en algunos mercados hacia el otoño de este año, dejando a Apple Music como la única marca a la que esto le importa un carajo, mientras vende audífonos increíblemente caros perfectos para reproducir los archivos medianos que es capaz de distribuir. Por aquí todo está normal.



Sin embargo, las bocinas KSR, los Sony Genezi y los subwoofers en la cajuela de un Golf 97 tuneado siguen en el radar, muy lejos de desaparecer. La calidad de la música sigue variando, pero la tendencia es positiva, desde mi perspectiva. De lo que ya no hablaremos es de la calidad de los artistas ni de la calidad de los escuchas. Ahí que cada quien se rasque con sus propias uñas.




*La tasa de bits en archivos digitales varía desde los 96 hasta los 1411 kilobytes por segundo, para mp3 y FLAC, respectivamente. Este es un punto importante porque muestra la cantidad de información sonora que existe en cada segundo de una canción. Mientras un mp3 de 320 kbps se escucha bastante bien, un archivo sin pérdidas de 1411 kbps puede desenmascarar rasgueos en las guitarras, ecos inadvertidos y una dimensión totalmente desconocida de la música que ya conoce, entrañable lector. Eso sí, hágase un guardadito porque no va a ser barato.


Autor: Oscar Castañeda

Fotografía: Imagen de Becca Clark en Pixabay




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