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Camin(ando)

El tiempo seguía su curso, como siempre lo hace, en la década de los setenta. Un brillante matemático, formado en las mejores universidades de los Estados Unidos, se mudaba a una cabaña sin ningún tipo de servicio, abandonando con esto la comodidad del mundo moderno. En sus disertaciones, llegó a la conclusión de que el ser humano tenía que tomar el próximo retorno: la revolución industrial era la tumba de la humanidad, y teníamos que caminar del agujero que estábamos cavando. Sin embargo, como normalmente sucede con los elementos antisistema (y que además viven en cabañas sin luz ni agua corriente) nadie le hizo caso.



Ante la sordera inducida de una sociedad anestesiada, nuestro personaje empezó a barajar posibilidades: recitar sus piensos en una esquina de Nueva York, repartir volantes en la colonia Obrera, o incluso buscar una posición pública para tener un mayor alcance. Pero cayó en una idea revolucionaria que movilizaría a cientos de personas en Estados Unidos, aunque mayoritariamente policías. Comenzó a enviar bombas a distintos personajes.



Desde el año 1978 y hasta el momento de su detención en 1996, Theodore John Kaczynski, también conocido como el Unabomber, envió cartas bomba a distintos profesores universitarios, empresarios vinculados con aerolíneas e incluso sembró un dispositivo en un avión. En sus andanzas en el mundo del terrorismo, causó la muerte a tres personas y heridas a otras veintitrés.



Pero lo interesante del Unabomber no es su modus operandi o su formación, sino su forma de pensar. En 1995, hizo llegar un manifiesto a The New York Times en el que hacía un llamado a la revolución mundial contra las consecuencias de la sociedad moderna tecnoindustrial, haciendo que la gente se alejara de sus comportamientos naturales, y empujándolos a trastornos psicológicos ejemplificados por el izquierdismo.



No hay nada de complejo en este tema: el Unabomber creía que tomamos las decisiones incorrectas y que había que volver por la senda para recorrer otro camino, uno sin colisionadores de hadrones y, estoy 99% seguro, sin vehículos automotores con ruedas. Y algunos sin motor, por supuesto.



¿Por qué le cuento esto, apreciable lector? Porque estoy de acuerdo con el demente terrorista que no se bañaba y después de las siete no podía salir a la calle. Bueno, en parte. Déjeme explicarle.

Desde los inicios de mi insignificante vida, he tenido una relación ríspida con los transportes dependientes en ruedas. Uno de los rasgos más característicos de mi cara, mi nariz que parece imitación de la perteneciente a Luis Felipe Tovar encontró su maravilloso perfil después de encontrarse con el pavimento a alta velocidad, cuando tuve a mal caerme de una bicicleta horrenda en mi niñez. No se equivoque, respetable lector, sí gateé y sé meter las manos, pero la inercia de mi accidente me llevó a barrer el piso con la cara. Fue el primer encuentro.



Pocos años después, y porque los niños no entendemos la lección, jugaba en una bicicleta aún más grande en la calle frente a mi casa. Iba y venía sin suponer que, unos minutos después, un coche estaría muy cerca de dejarme como una calcomanía frente a mis propios aposentos, para el deleite de unos padres aliviados por no tener que alimentar otra criatura. Fue mi segundo contacto con este tipo de peripecias.



Pero el temor hacia los transportes con motor llegó cuando mi padre decidió enseñarme a conducir. Como para todos los hombres mexicanos, la habilidad para manejar te certifica como un ente real, cuya opinión es tomada en cuenta y cuya existencia es calificada como de importancia para hacer mandados o llevar a la familia al súper. Pero fracasé. No culpo – del todo – al temperamento del patrón, sino a mi incapacidad para permanecer concentrado. Cuando ya llevaba unas cuantas lecciones y perfeccionaba la conducción en las serpenteantes calzadas del Desierto de los Leones, me salí de mi carril por un momento.



Todo fue extraño: momentáneamente perdí la concentración y seguí de largo en una curva pronunciada. Hubo gritos y confusión, pero no hubo rechinidos de llantas ni heridos. Simplemente bajé la velocidad y volví a mi camino, pero el daño estaba hecho. Algo dentro de mí se rompió y espeté un lapidario “nunca más vuelvo a tomar una lección contigo”. A los dos nos dolió, supongo. Mi padre, un conductor consumado con más de 50 años de experiencia, le podría que su hijo no aceptase adquirir más conocimiento de su parte. Pero también para mí fue complicado aceptar que no podía tolerar ser tratado como un animalito del bosque sólo por estar conduciendo por el ídem. Tercer strike.

Conforme pasó el tiempo, mis ojos, que son rebeldes como su portador, decidieron que no querían hacer más su función. Mi disminuida habilidad para percibir la profundidad me infundió un miedo que sería un amargo mensaje en la tumba de mis habilidades para conducir. Pero, por lo visto, no le temo a la necromancia.



Hace poco pensé en la genial –no– idea de retomar el manejo. Pedí ayuda al padre, pólvora; y yo, encendedor, volvimos a las andadas… por dos horas.

De nuevo, no lo culpo. La realidad nos supera a ambos y el no entenderlo es solo una parte de la naturaleza humana, llena de errores. La mía más, por cierto. La única parte que me mantiene molesto sobre todo esto, es que si no existieran los coches, esto no habría pasado. En una sucesión de eventos que no es necesario relatar porque confío en sus habilidades de inducción y deducción, inteligentísimo lector, comprenderá que mi incapacidad de manejar deriva de la existencia de una revolución industrial. La culpa la tiene el dinero, la ciencia, y los avances tecnológicos.



Las leyendas cuentan que Moctezuma mandaba a traer nieve y hielo desde el Popocatépetl, y que hacía llevar pescados desde Veracruz hasta la gran Tenochtitlán a pie. El mundo funcionaba y todo estaba bien.


Ahora que lo pienso, tal vez la culpa es de Cortés.


Autor: Oscar Castañeda

Fotografía: Imagen de Günther Schneider en Pixabay




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